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Los ‘ángeles’ de la ONU que construyen la paz en las montañas del Cauca

El calor agobiaba, sin duda, allá en la lejanísima zona veredal de La Guajira, en las entrañas del Meta. Pero al hombre del chaleco azul parecía no importarle. Su misión era poner el candado una vez se cerraran las pesadas puertas del contenedor. 

Muy importante, sí, pero más emocionante fue contarle a todo un expectante país que las Farc habían abandonado sus armas para siempre. Era 27 de junio de 2017 y Yury Molina Tarupayo había venido desde Bolivia para ayudar en la pacificación de Colombia. 

Capitán en su país, acá era un soldado más del ejército de 450 de hombres y mujeres que siete meses atrás Naciones Unidas había desplegado por todos los recovecos de la Colombia profunda para acompañar a los farianos que decidieran emprender camino hacia la esperanza y la legalidad. 

Luego serían el punto de unión entre los militares colombianos y los guerrilleros asignados a lo que técnicamente se llamaba Mecanismo Tripartito de Monitoreo y Verificación del Cese al Fuego y de Hostilidades Bilateral y Definitivo, pero que en la práctica era una suerte de casa estudio de reality donde terminaron conviviendo personas de disímiles orígenes, pensamientos y formas de ser. 

Pero la paz era un anhelo común. Entonces ya no era importante que los cuartos no tuvieran puertas, que los momentos de necesaria soledad no vieran la luz del día y que la comida tuviera olores y sabores desconocidos. 

Nada de eso le importó por esos días al teniente coronel del Ejército paraguayo José Caacuped, quien después de navidad volverá a su país con la satisfacción de haber puesto su granito de arena “para que alguna vez la paz completa vuelva a Colombia”. 

“Con todos los guerrilleros me la llevaba bien y lo que más me gustaba era que había gente de todos lados”, cuenta mientras camina despacio por las callejones del Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación, ETCR, de Monterredondo, adonde fue enviado en agosto del 2017. 

Uno de sus dos compañeros de misión es un guatemalteco de 32 años, Juan Carlos Lucero, quien pocos pasos más allá cumple el que se ha convertido en un ritual no obligatorio, sino de pura buena voluntad: comprar muñecas de trapo cosidas con hilos de esperanza. 

Así lo han hecho desde comienzos de año, cuando la ‘profe’ Francy, víctima de la violencia paramilitar, llegó al espacio territorial con una máquina Brother que se resiste a dejar de pedalear, dispuesta a compartir su saber de costurera con las nuevas habitantes del lugar y las vecinas de esa zona nortecaucana. 

Sandra Lucey Tálaga, a quien en épocas de guerra el remiendo de los pantalones no le sobrevivía una semana, es ahora su mano derecha en el emprendimiento que se ha convertido en el ‘souvenir’ favorito para enviar a todas las latitudes geográficas en donde padres, hermanos y amigos añoran a los hombres y a las mujeres del chaleco azul. 

“Al principio me daba muchos nervios, pero después dije: yo puedo”, cuenta la excombatiente que por cuenta de las ‘muñecas de la Paz’ ya ha viajado a Cali, Popayán y Bogotá, pues ahora estas son un referente nacional de lo que puede llegar a significar la palabra reincorporación. 
No ha sido fácil tampoco para Mónica, la otra exguerrilla que ha tenido que pasar noches en vela para poder cumplir con los pedidos más grandes y quien ya se animó a “coger máquina” para ayudar a hacer los calzones y las faldas que lucen sus hijas de trapo. 

Su impulso ya motivó a los ángeles de la Guarda, como llaman en los espacios territoriales a los funcionarios de la ONU, a darle un nuevo empujón a esta iniciativa que lucha por alzar vuelo a dos horas de camino desde Cali. 

Tras una donación de $50 millones, las costureras recibirán siete máquinas y más insumos para que puedan atender los mercados que ellos mismos les han abierto en el Sena y varias universidades como la Autónoma de Occidente e Icesi. 

Pero la Misión tiene muy claro que su papel no es reemplazar al Estado. Su principal tarea es tender puentes y generar confianza entre la institucionalidad y los excombatientes. 

Así lo explica Daniel Luz, politólogo barcelonés de 41 años que quiso ser protagonista “de la culminación de la última guerra de América Latina” y que ha recorrido el país del conflicto más que muchos colombianos. 

Ha estado en la Comuna 13 de Medellín, en el Caguán, en el departamento del Caquetá, y en La Uribe y La Macarena, en el Meta. Ahora duerme en el puerto de Buenaventura, donde también acompaña a la población que padeció los estragos de la guerra. 

Y en medio de la colcha de nacionalidades que es la ONU, María Angélica Vásquez es una de las ‘anfitrionas’. Politóloga de la Universidad Nacional, ratifica una verdad ya dicha: el país que se vive en los territorios es muy diferente al que se percibe en Bogotá. Bien lo sabe ya su mamá, orgullosa como la más del aporte de su hija a la Paz. 

Al igual que sus compañeros, María Angélica reza el mandamiento que impide involucrar sus emociones en el trabajo y lo refuerza con d 

Mas, esa prudente distancia no impide que quienes reciben los beneficios de su labor les expresen gratitud. Entonces, una miniatura de bolso hecho en cabuya nasa se transforma en preciado tesoro para quien lo regala y para quien lo recibe. 

Así lo deja entrever Matilde Chocué, quien literalmente hila la paz en el ETCR de San Antonio, en el municipio caucano de Caldono, junto a otras 55 excombatientes y 74 vecinas de la comunidad, convencida de que deben aprovechar la mano foránea “porque llegarán tiempos más duros”. Pero el presente es prometedor, ya que el Pnud, dicen, les financiará la compra de diez ovejas y un macho para tejer más bolsos de lana como los que, también allá, les compró una funcionaria de la ONU para llevar a México. 

Cuenta que los del chaleco azul suben a visitarlos cada dos o tres días desde su sede de Santander de Quilichao, donde fueron agrupados cuando se terminó la primera Misión, para estar pendientes de si comen o no, y ayudarles con la maraña de trámites que se requiere, por ejemplo, para ‘balastriar’ la vía. 

“Nos apoyan con la papelería para los proyectos y hasta nos explican cómo dialogar sobre planificación, porque a las mujeres les da miedo decir que van a planificar”, confiesa María, que por toda arma ahora tiene una aguja de tejer. 

De eso da fe Teresa, socióloga italiana que en febrero pasado fue asignada a Caldono y quien prefiere no darle muchos detalles a su mamá para que el orgullo no se le transforme en preocupación. Joven, bonita, sabe que su trabajo le exige renunciar a una relación de pareja, pero está convencida de que la firma es solo el inicio de la Paz, por lo que “vale la pena estar en terreno” para ayudar a consolidarla. 

Pero eso tan bonito de contribuir a construir un mundo mejor no se agota en el ser humano. Mudit Suri, quien mañana cumplirá 27 años en el ETCR de La Plancha, en Anorí, Antioquia, fue feliz cuando, junto a excombatientes, biólogos y lugareños, se internó durante dos semanas en la selva en busca de la biodiversidad que la guerra le mantuvo oculta al país. 

Ocho o nueve horas de camino, subir y bajar a loma de mula por trochas y de cruzar tres ríos en ‘garrucho’ fueron necesarios para llegar a un campamento abandonado de las Farc donde se juntan los bosques chocoanos con los bosques de los Andes. 
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Allí, Obed, un exguerrillero a quien desde entonces llama ‘el hombre de la palma’, les mostró a todos una especie vegetal única en el mundo cuyo ADN ahora está siendo estudiado en un laboratorio de la Universidad de Antioquia. 

Nacido en la India, Mudit llegó a Colombia en el 2014 a trabajar en el Sena por la pura curiosidad de conocer esta parte de la planeta. Luego optó por irse a estudiar en la Universidad de la Paz, en Costa Rica, desde donde quiso regresar al mejor lugar del continente donde podría aplicar lo aprendido. 

No importa cuánto extrañe el picante típico de la comida india o cuántas llamadas deba hacer para apaciguar a la madre que lo reclama, quien se graduara en Nueva Delhi de economía y negocios aspira a portar el chaleco azul de las Naciones Unidas por lo menos durante un año más. 

Su estrategia para lo primero, pues más que muchos colombianos es testigo de primera mano de que en el Chocó siguen operando grupos armados al margen de la ley, es no andar solo ni hacer desplazamientos ni en la madrugada ni en la noche.

Y, para lo segundo, viajar este diciembre llevándole a los suyos todo el café colombiano que pueda. Pero eso sí, en la maleta tendrá que quedar espacio para una camiseta de la Selección Colombia. Un pequeño símbolo de todo lo que él y los demás ángeles de chaleco azul han vivido mientras ayudan a sentar las bases de la reconciliación nacional. 

CALI (El País).

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