HOY DIARIO DEL MAGDALENA
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Malecón

Revivamos hoy un episodio de novela. El más opaco de los Luises franceses –Luis XIII– no dejó de hacer historia, un tanto insólita, más bien menor, pero de la que mejor disfruta un pueblo por el picantito de los sucesos que la sazonan. El monarca, por ejemplo, consumó el matrimonio que contrajo con Ana de Austria cuatro años después de celebrado, pues su verdadero amor fue una novicia que no necesitó bendición papal, como la de Francisco ahora, para ofrendar su virginidad.

Precisamente la visitaba en su convento, a escondidas como siempre, un día de 1637 en que él y ella, Luisa de Lafayette, se vieron importunados por una abadesa que los vichaba desde antes y que simuló un desmayo tan perfecto que hasta espuma echó por la boca. Se les enquistó como un chinche para estropearles los sobijos y arrumacos de aquella tarde con la envidia de una hiperestrogénica sin consuelo ni atractivos.

Desagradado, el manso rey se devolvió para París –estaba a casi dos horas de camino– pero, todavía distante del palacio de Versalles, San Pedro abrió todas las regaderas del Cielo y desató la furia de un vendaval con rayos y truenos que lo forzó a quedarse en la casona del Louvre, donde para su sorpresa encontró a la reina en la antesala del único aposento disponible, acampando también. Un presagio inesperado de que un ave de buen agüero asomaba el pico.

Resignado, Luis XIII resolvió que Dios y San Pedro se conchabaron para que él y su consorte cumplieran, sin chistar palabra, la obligación conyugal aplazada durante cuarenta y ocho meses. Filotearon hasta quedar para el arrastre y la novedad se regó por París, como primicia de gruesos puntales, con la consecuencia afortunada de que en septiembre de 1638, a los nueve meses cabales, nació Luis XIV.

Se murmuraba que la reina era galanteada, a su vez, no por un seminarista bisoño sino por todo un señor Cardenal, Jules Mazarino, nuncio extraordinario de Su Santidad en Francia, protegido de otro cardenal, Richelieu, quien lo hizo ministro del régimen por sus dotes de estadista. De suerte que si el prelado estuvo en el Louvre antes del arribo del rey, la concepción de la criatura impidió que “el honor de sus padres sufriera menoscabo”. Ni casquivana ella ni cornudo él, al menos ante la ley.

La sospecha se volvió certeza, años más tarde, cuando Mazarino gobernó durante la regencia de Ana, muerto el rey y desaparecido de la escena Richelieu, con tal desenvoltura que fue suscriptor de la Paz de Westfalia, combatiente impecable en la revuelta de la Fronda, impulsor de la Paz de los Pirineos y paternal artífice del casamiento del Rey Sol con la infanta María Teresa. Si alguna duda les queda, comparen el retrato de Mazarino por Serra, con el retrato de Luis XIV por Van Loo y me cuentan.

Nadie se parece tanto al padre como el hijo de un tinieblo.

*ExMagistrado*Escritor

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