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El miércoles de ceniza es el único día del año que los productores de ceniza tienen su cuarto de hora. Deben aprovechar sus quince minutos de fama 40 días antes del inicio de la Semana Santa.
Según el portal católico Aleteia “la ceniza que emplea el sacerdote el Miércoles de Ceniza procede de los ramos que se bendijeron en el Domingo de Ramos del año anterior. Aquellos ramos (que suelen ser palmas y ramas de olivo) se queman y la ceniza se guarda hasta el año siguiente”.
¿Alguien ha tenido un amigo productor de ceniza? Yo también tampoco como decía una empleada que se me tomaba el ron…
El signo de la cruz que nos pone el cura el miércoles de ceniza es un epitafio que nos recuerda que somos fugaces. Apenas un estornudo de eternidad. Somos un permanente periódico de ayer. (Gracias a la pandemia, el rito de la imposición de la ceniza ha cambiado. Esta vez se impuso en la cabeza, entrando a mano derecha).
En el reloj de pared de la eternidad, duramos lo que un suspiro. “Porque polvo eres y en polvo te convertirás” (Génesis, 3,19).
Vivimos tan rápido que tenemos amnesia del segundo que acaba de pasar a mejor vida.
Nos recuerda la ceniza que hoy somos y mañana no aparecemos ni en el pasa del periódico. De pronto mojamos la página de obituarios si los costos de las exequias dejaron algo en las arcas domésticas. O si una manifestación de amigos hacen vaca para pagar el costoso aviso funerario. (Los obituarios hacen sonreír a los gerentes de oreja a oreja).
Si odia el anonimato post morten vuélvase amigo del periodista encargado del turno de noche en el diario para que incluya la noticia de su fallecimiento así sea en página interior, de pronto con mono a una. (Mis amigos encargados del cierre en el periódico hace rato se volvieron eternidad).
El “memento, homo” (acordáte, pues, hombre) que recita el sacerdote frente a ese lienzo de carne y hueso llamada frente, es la notificación anual de que somos clínex desechables en las manos del tiempo.
“Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”, trinó Santa Teresa, en esos boleros sin guitarra que son sus poemas de amor a Dios.
Y las “Coplas a la muerte de mi padre”, de Jorge Manrique, tienen la equivalencia del miércoles de ceniza cuando nos recuerdan “cómo se viene la muerte tan callando”.
Los antiguos laureanistas sólo se acuestan después de recitar esta oración: “Somos una brizna en las manos de Dios”. La usan como una especie de conjuro para ahuyentar la pelona, uno de los tantos alias de la muerte.
Antes, la gente se aplicaba más la ceniza que nos invita a bajarnos de la nube de nuestra vanidad, a no enfermarnos nunca de importancia. No nos llevamos poemas, suspiros, nostalgias, nada, al campo santo donde somos la diezmillonésima parte de nada.
Muchos madrugan a cumplir la cita con el cura para que les dibuje el famoso y certero epitafio de ceniza: la señal de la cruz, el signo más para uno menos.
Quienes se hacen cremar, “y crece la audiencia”, se anticipan a aquello de que “polvo eres y en polvo te has de convertir”.
Cierro la tienda con la famosa décima sobre el miércoles de ceniza del “Caratejo” Vélez, poeta de Titiribí, Antioquia.