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Al joven Emerson Lajoie le avergüenza ir a casa de su madre. A sus 14 años está curtido por los insultos que sus vecinos le lanzan por ser uno de los hijos que abandonaron los soldados de la misión de la ONU en Haití, la Minustah. Pero su corazón no es de piedra.
«Dicen que mi madre era una prostituta. Eso es lo que estoy acostumbrado a oír», resume sin que la crudeza de su relato le borre la sonrisa.
Las ofensas y las vejaciones hacen mella. Algunos días se enfurece, algunas noches le impiden conciliar el sueño. Lo que más le duele, lo que le da ganas de llorar, es oír a sus amigos hablando del papel que tienen sus padres en sus vidas. Él solo cuenta con una madre desamparada, sin trabajo y enferma de tuberculosis.
REPORTAJE | A Emerson le avergüenza ir a casa de su madre. Los vecinos le insultan por ser uno de los hijos abandonados por soldados de la ONU en Haití, nacidos de abusos y relaciones a cambio de comida o dinero. Su país reniega de ellos.
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— EFE Noticias (@EFEnoticias) February 27, 2020
La madre regresa del hospital tosiendo, sin haber conseguido hacerse unas radiografías porque no tenía los cinco dólares que le pedía le centro médico.
Tampoco puede pagar la matrícula de una escuela privada para su hijo -95 dólares al año-, su única opción educativa, ya que no consiguió una plaza en el instituto público de Léogâne, una extensa ciudad empobrecida, de casas bajas y calles sin asfaltar, situada 45 kilómetros al oeste de Puerto Príncipe.
Ahora, Emerson discurre sus días pululando por las calles polvorientas de Léogâne, o viendo pasar las horas, sin nada que hacer, en la casa que comparte con su tía: una vivienda de un ambiente, paredes de frágil tablero de madera, techo de zinc y una cama por todo mobiliario.
En Léogâne estaba destacado el contingente de Sri Lanka de la Minustah, en cuya base estuvieron destinados 17.904 soldados, en un sistema de rotación a cada seis meses, a lo largo de once años.
Según relatan sus habitantes, cuando la bandera de Sri Lanka fue arriada en 2015, dos años antes del final oficial de la misión de la ONU, Léogâne ya estaba plagado de «piti Minustah», forma despectiva que se usa en lengua creole para referirse a los «pequeños» abandonados por los cascos azules.
«PITI MINUSTAH»
«En Haití te critican por cualquier cosa. Ser la hija de un extranjero se critica. Es un insulto», explica Marie Ange Haitis, madre de Samantha, de 11 años. Mientras manosea unas gafas de pasta rosadas, la pequeña recuerda el rosario que ha vivido a su corta edad: «Cuando vivía en Nan Kolin, me llamaban ‘piti Minustah’, robacabras (…) Me siento humillada porque no tengo padre».
La relación con la Minustah es un estigma adicional para los menores. La misión de paz cerró sus puertas en 2017, después de trece años de operaciones, dejando un reguero de polémicas.
Los cascos azules fueron pródigos en excesos de violencia y abusos sexuales hacia la población civil. El contingente de Nepal, de forma involuntaria, terminó de pulverizar la imagen de la misión internacional por traer consigo una epidemia de cólera que, debido a la fragilidad del sistema sanitario, causó al menos 9.500 muertos.
Esta es la cara más oscura de la Minustah, desplegada en 2004 tras el golpe de Estado que derrocó al presidente Jean-Bertrand Aristide para tratar de brindar seguridad a un país dominado por bandas armadas y que, en esos momentos, carecía de ejército.
Ahora, las vejaciones son el pan de cada día para los hijos de los soldados extranjeros.
«Emerson a veces ni siquiera puede caminar con sus amigos. ‘¡Que le jodan por ser un hijo de la Minustah. Que se joda su madre por hacerle un hijo a la Minustah!'», recita Bijou Linda, tía del joven.
En el caso de Emerson, tiene que soportar además que le echen en cara que su madre se prostituía. «Me lo explicaron. Yo solía visitar la base y me decían: ahí es donde… ahí es donde tu madre solía venir a hacer el amor». Su madre, sin embargo, le contó que por la forma en que le hablaba el soldado creyó que era “alguien con el que podía hacer una vida».
SEXO POR COMIDA
En algunos casos, las relaciones fueron duraderas. Marie Ange conoció al padre de Samantha en un programa social organizado por la base de la Minustah en Navidad de 2007, y desde entonces se vieron frecuentemente durante los seis meses que estuvo destinado en Haití.
«Él venía a verme a casa y me llamaba si quería darme algo. Era solo eso. Me daba cosas para comer: pan, mermelada… no me dio dinero», recuerda. Cuando el soldado se fue de Haití, estaba embarazada de pocos días y no volvió a saber de él.
Muchas mujeres, espoleadas por el hambre y por la miseria, acudían a la base de Léogâne a buscar comida y, entonces, los soldados les pedían sexo a cambio.
«Los soldados de la Minustah funcionaban así: caminas por la calle, te llaman. Cuando crees que te van a dar algo para vivir o algo para comer, te hablan de sexo. La persona vive en la miseria, así que cuando va allí y te ofrecen algo, te resignas y lo tomas», relata Bijou Linda, la tía de Emerson. En algunos casos, les daban a las mujeres un billete de diez o veinte dólares tras una noche de sexo.
En el suelo de uno de los barracones de la base -situada en la carretera de Puerto Príncipe, la única vía asfaltada en Léogâne-, hay un colchón en el suelo, a modo de recuerdo del paso de los soldados y de lo que ocurrió.
LAS QUE NO DENUNCIAN
Los escándalos sexuales que rodean a la Minustah no son ningún secreto. Es la tercera misión de la ONU con más investigaciones abiertas por estos casos, solo por detrás de la República Democrática del Congo y la República Centroafricana.
Naciones Unidas ha documentado 116 denuncias de abusos sexuales y de explotación sexual en Haití desde 2007, lo que incluye un amplio abanico que abarca desde violaciones, pago de prostitutas o sexo con menores. Al menos 33 de esas relaciones dieron como fruto el nacimiento de niños. Sin embargo, una fuente de la ONU que requirió el anonimato reconoce que se desconoce la cifra real de embarazos, puesto que muchas mujeres no lo han denunciado.
Un reciente estudio de las profesoras Sabine Lee y Susan Bartels recopila 265 historias de hijos abandonados por los cascos azules en el país caribeño. Sin embargo, esto no significa que nacieran 265 niños, ya que no tomaron datos personales de las víctimas y es posible que algunas historias hayan sido «repetidas» por diferentes fuentes, precisan las autoras.
El mayor número de casos recopilado por las profesoras se concentra en Port Salud, localidad costera en el extremo suroeste de Haití, donde estaban desplegados los cascos azules de Uruguay, y en Puerto Príncipe, donde se concentraba el grueso de tropas de Brasil, país que dirigía la misión.
Las historias sobre casos excepcionales son fecundas: en Léogâne una madre e hija quedaron embarazadas del mismo soldado srilankés y, entre las madres de la zona, también es famoso el caso de una mujer en Jacmel (sureste) que tuvo tres niños de tres soldados africanos diferentes.
«OLVÍDATE DE TU PADRE»
Después de que los soldados regresaran a sus países, ninguno ha ayudado económicamente a las madres o ha pagado una pensión alimenticia.
La única excepción es la de Marie Ange Haitis, que recibió una indemnización, un pago único de 45.200 dólares, pero no fue desembolsado por el padre, sino por el Gobierno de Sri Lanka, después de que presentara una queja ante la oficina de la ONU.
El dinero se esfumó rápido, para saldar deudas, para los gastos del día a día, para volver a ponerse en pie después de catástrofes naturales como el huracán Matthew, que en 2016 arrasó su casa y le obligó a vivir debajo de un bananero con su hija durante un tiempo.
La ayuda económica vino acompañada de una condición con un duro componente emocional: que renunciaran a intentar contactar con el padre.
«Me pidieron que le dijera a Samantha que no tiene padre. Cuando les digo que Samantha sigue preguntando, me dicen que no le hable más sobre él. Desde que me dan el dinero, no hay ninguna esperanza de conocerlo», musita.
«Samantha vive con mucho estrés. Le está costando mucho. Dice que otros niños tienen padres que ella desearía tener. Cada extranjero que ve le recuerda a su padre. Siempre me pregunta por su padre, pero no tengo forma de hacer que lo conozca. Estoy en Haití. No puedo tomar un taxi para mostrarle a su padre».
Agotado el dinero, siguen en la pobreza: viven de alquiler en una humilde propiedad rural que comparten con tres hermanos de Marie Ange. Tienen dos casas, una de ladrillo y otra de tablero y chapa. No tienen cuartos de baño, agua potable, electricidad ni gas.
Marie Ange gana algún dinero vendiendo gallinas que cría en el patio de la casa, donde también hay bananeros, otros árboles frutales y una alberca con peces que proporcionan a la familia un sustento.
El único objeto eléctrico de la casa es el anticuado teléfono celular que carga con un pequeño panel fotovoltaico portátil colocado al sol entre el follaje.
El dinero tampoco le ha alcanzado para pagar la escuela de Samantha en los últimos dos años. Para seguir su educación, la niña se acurruca en la cama y estudia los apuntes anotados a mano en un cuaderno, mientras hay suficiente luz diurna para leer.
UNA LUCHA ESTÉRIL
Los esfuerzos de las mujeres para lograr alguna reparación o una pensión alimenticia han sido estériles tanto en los tribunales haitianos como en los extranjeros. El primer problema es el silencio de las víctimas.
La ONU instiga a las mujeres a hablar, puesto que puede ofrecerles asistencia médica, psicológica, apoyo legal y también, servir de enlace con los países de origen de los soldados, para recolectar muestras de ADN y ser un puente en posibles investigaciones judiciales.
Pero la responsabilidad legal última, el pago de cualquier posible indemnización o pensión a los niños, recalca la fuente de la ONU, corresponde a los padres. El caso de la única indemnización desembolsada hasta el momento, el pago no partió del padre. Fue una iniciativa del Gobierno de Sri Lanka y sin que mediara un tribunal.
En los países de origen de los soldados se han conseguido abrir 41 investigaciones por abusos o explotación sexual, aunque no todas ellas referidas a casos de paternidad.
De ese número, doce soldados han sido condenados a cárcel y a uno le fueron impuestas sanciones financieras, según datos de la Naciones Unidas, que no detalla la nacionalidad de esos cascos azules. Cuarenta de ellos fueron repatriados por la Minustah como castigo por estas denuncias.
El panorama es aún menos alentador en el sistema judicial haitiano, «el más corrupto del mundo», en palabras del letrado Mario Joseph, jefe de la Oficina de Abogados Internacionales (BAI).
Joseph ha asumido la defensa de diez mujeres y ha presentado denuncias ante los tribunales haitianos para lograr pensiones alimenticias y también, para responsabilizar a la ONU por su rol en el despliegue de las tropas.
Pero lleva más de un año esperando sin respuesta, a pesar de que la ley obliga a juzgar las demandas por pensión alimenticia en un plazo de 24 horas. «Los jueces haitianos no quieren pronunciarse”, lamenta. Tienen un temor “terrible” a los cascos azules, a la política y al poder.
#EFEfotos | «Los soldados de la Minustah funcionaban así: caminas por la calle, te llaman. Cuando crees que te van a dar algo para vivir o para comer, te hablan de sexo. La persona vive en la miseria, así que cuando te ofrecen algo, te resignas y lo tomas»
📸 EFE/Orlando Barría pic.twitter.com/4cEKsIJyXP
— EFE Noticias (@EFEnoticias) February 27, 2020