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“El poder es el motor de la política”, afirmaba Richard Nixon, y no le faltaba razón. El poder es la fuerza que impulsa decisiones, transforma sociedades y estructura el orden institucional. Sin embargo, la verdadera cuestión no es si el poder es el motor, sino con qué propósito se utiliza.
En política hay una diferencia fundamental entre quienes buscan el poder para hacer y quienes lo buscan para ser. Mientras unos ven en él una herramienta para mejorar la vida de los ciudadanos y garantizar derechos, otros lo convierten en un fin en sí mismo, motivados por el reconocimiento, la influencia, sus propios intereses o el acceso a privilegios.
El dilema del poder ha estado presente a lo largo de la historia. Su ejercicio oscila entre el interés colectivo y la ambición personal, entre la autoridad legítima y la imposición arbitraria. La motivación de un líder puede ser altruista, instintiva o interesada, pero en el mundo actual es cada vez más difícil encontrar gobernantes que prioricen el bien común sobre sus propios beneficios.
La política se ha convertido en muchos casos en un vehículo de promoción personal, donde el verdadero objetivo no es servir, sino mantenerse en el cargo. El político colombiano Darío Echandía resumió esta idea con una pregunta tan sencilla como contundente: “¿El poder para qué?”. Pronunció estas palabras tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en un momento de crisis que ponía en evidencia cómo el poder mal utilizado podía sumir a una nación en el caos: el poder es para poder, agregó Echandía, no para no poder. Es decir, debe servir para transformar, no para perpetuar intereses mezquinos.
Para evitar que la política se convierta en un simple escenario de ambiciones personales, es fundamental contar con instituciones sólidas, poderes independientes y una democracia basada en la transparencia y la rendición de cuentas.
La debilidad institucional abre la puerta a la manipulación, la corrupción y el abuso de poder. Una prensa libre, una sociedad educada y ciudadanos conscientes de sus derechos son la única garantía de que los líderes sean elegidos no por su carisma o promesas vacías, sino por su capacidad real de generar cambios positivos. Sin estos filtros democráticos, el poder seguirá en manos de quienes lo buscan para ser, no para hacer.
Hoy, el poder político ya no se ejerce solo desde los gobiernos, también desde grandes corporaciones, medios de comunicación y plataformas digitales. La política se juega tanto en los congresos como en las redes sociales, donde la percepción pública puede moldearse con narrativas diseñadas para favorecer ciertos intereses. Esto plantea un desafío para la democracia, pues los ciudadanos deben aprender a identificar las dinámicas de poder que operan en la sombra y que, muchas veces, determinan el curso de los acontecimientos sin necesidad de pasar por el voto popular.
El poder sigue siendo un fenómeno en constante evolución. Su legitimidad no radica solo en su origen democrático, sino en su capacidad para responder a las necesidades de la sociedad. Cuando se ejerce con responsabilidad y ética, se convierte en una herramienta de transformación, cuando se usa como un fin en sí mismo, perpetúa desigualdades y crisis.
La pregunta de Echandía sigue vigente: “¿El poder para qué?”. La respuesta debería ser evidente: para hacer, no para ser.
*Presidenta de AmCham Colombia y Aliadas