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La crisis de seguridad en Colombia se ha agravado debido a la errada concepción de la violencia que enfrentamos. Se está negociando con delincuentes como si fueran actores políticos, otorgándoles un estatus que no merecen. Este enfoque ha intensificado los delitos, debilitado la autoridad y generado una expansión criminal en el territorio nacional.
Las causas históricas de la violencia en Colombia se explican en gran parte por la ausencia de un Estado legítimo y eficaz. No se trata de un Estado represivo, sino de uno que garantice infraestructura, justicia, seguridad y desarrollo. La falta de esta presencia ha permitido la proliferación de grupos armados, cuyo principal motor es el narcotráfico. Aunque en el pasado algunos de estos actores esgrimían idearios políticos, hoy día la mayoría operan con lógicas criminales.
La equivocación de categorizar esta violencia como política ha llevado a errores graves. Primero, se otorgan beneficios a delincuentes que no representan una causa ideológica; segundo, crear la sensación de que las vías de hecho dan réditos. Como consecuencia, criminales que deberían estar en prisión permanecen en libertad, ampliando su control territorial y ejerciendo mayor poder.
El propio ministro de Defensa, Iván Velásquez, reconoció en agosto de 2024 que el Gobierno ha perdido el control de amplias zonas del país, permitiendo que los grupos armados expandan su injerencia y se enfrenten entre sí. Mientras tanto, la fuerza pública ha sido relegada a un papel pasivo, actuando como mero espectador o mediador en las disputas entre bandas criminales y narcotraficantes.
Los gremios que conforman la alianza Aliadas han sido claros al señalar que “la fuerza pública debe garantizar la seguridad y enfrentar con firmeza a los grupos criminales que desafían la estabilidad del país. La inacción no es una opción cuando la vida de miles de colombianos está en juego”.
La política de “Paz Total” no ha logrado reducir los índices de violencia y criminalidad en el país, por el contrario, han aumentado, por lo que es urgente dejar de soñar y luchar por nuestro territorio que poco a poco estamos perdiendo. Las eventuales negociaciones con criminales que buscan impunidad y blanquear su dinero sucio no deben ser una excusa para repetir errores del pasado.
El avance del crimen organizado también está generando graves consecuencias económicas. La extorsión, el secuestro y el desplazamiento forzado afectan la productividad, erosionan la confianza en la inversión y condenan a muchas regiones al estancamiento. La ausencia del Estado ha permitido que economías ilegales suplanten a la economía formal, generando dinámicas que perpetúan la pobreza y consolidan redes criminales con poder de coacción sobre las comunidades.
El narcotráfico, además de alimentar la violencia, es el mayor devastador de nuestra biodiversidad y ecosistemas. La destrucción de la selva para cultivos ilícitos, la minería ilegal y el desplazamiento forzado han generado un impacto ambiental irreversible.
Los ríos están contaminados con mercurio, miles de hectáreas de selva han sido arrasadas y la fauna ha sido diezmada por la expansión del crimen organizado. Un ejemplo de este deterioro ambiental es el Tapón del Darién, que solía ser un territorio intransitable y protegido por su dificultad geográfica, pero que hoy se ha convertido en una autopista para el tráfico de drogas, trata de personas y migración ilegal, controlada por grupos criminales que han fortalecido un negocio multimillonario a costa de la degradación ambiental y humana.
Se debe exigir la defensa legítima de nuestros ciudadanos, la no negociación con criminales. Pero sobre todo tenemos que convencernos de que la verdadera seguridad requiere de un Estado legítimo en todo el territorio. Un Estado fortalecido no solo debe hacer presencia con la fuerza pública, sino también con educación, salud, oportunidades productivas y desarrollo. Solo así se podrá recuperar el control territorial y garantizar una paz real y duradera para las generaciones futuras.
*Presidenta de AmCham Colombia y Aliadas