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En la película ‘Contagio’, en 2011, Steven Soderbergh ofrece un filme donde, sin saber cuál es su origen, un virus mortal emprende su camino a propagarse por todo el mundo.
Por
GONZALO
RESTREPO SÁNCHEZ
No hay que mirar mucho para atrás, cinematográficamente hablando, para darse cuenta que el cine de catástrofes con virus incluido, acabaría batiendo récords y con una lección: la escasa capacidad de previsión del ser humano. No son las alienígenas el terror más mortal; es un virus o una bacteria.
En este sentido, el género de ciencia ficción lleva años presagiando la llegada de pandemias; el atractivo de los guionistas es el efecto de transmisión de un padecimiento infeccioso (como el coronavirus).
En la película ‘Contagio’, en 2011, Steven Soderbergh nos ofrecía un filme donde, sin saber cuál es su origen, un virus mortal emprende su camino a propagarse por todo el mundo; en exiguos días, el padecimiento principia a aniquilar la población; además, el contagio se origina por el solo contacto entre los seres humanos. Un thriller pues, objetivo y equilibrado (sin efectos especiales) sobre los efectos de una pandemia.
Hay otra película igual de válida para estos temas es ‘Doce monos’, donde Terry Gilliam se ubica en el año 2035 —no tuvo que ir tan lejos, por lo que vivimos hoy día—. Un filme que de pronto y sin apurarnos deja precisamente doce esbozos. La primera, es que no hay que ser un experto para enterarnos de ciertas cosas en la relación del hombre consigo mismo.
El asunto apocalíptico va de una “epidemia provocada por un virus asesino que ha matado a millones de personas; los supervivientes se refugian en comunidades subterráneas, húmedas y frías.
El prisionero James Cole se ofrece como voluntario para viajar al pasado y conseguir una muestra del virus, gracias a la cual los científicos podrán elaborar un antídoto. Durante el viaje conoce a una bella psiquiatra y a Jeffrey Goines, un excepcional enfermo mental.
Cole tratará de encontrar al ‘Ejército de los 12 Monos’, un grupo radical vinculado a la mortal enfermedad”.
Miren pues, cómo la imaginación de los guionistas y escritores superan la realidad. Los temas distópicos cumplen a cabalidad, entre otras cosas, todos esos temores del ser humano. Si tomamos la clásica definición de Hernández Ranera, una distopía es una “sociedad ficticia indeseable en sí misma” (2008: 14), una descripción que difiere de todo punto de aquella otra que proporcionara Moro a su Utopía, a la que consideró como “la mejor forma de comunidad política” (Moro, 1998: 39).
López (1991), en sus textos, observa acertadamente la tendencia literaria distópica desarrollada a lo largo del siglo XX —imagínese ahora estimado lector—, cuyo referente fue la trilogía ‘Fahrenheit 451’, ‘Un mundo feliz’ y ‘1984’. “Sin embargo, desde principios de los noventa debo señalar el nuevo giro en la tradición utópica, un cambio que se materializa en el cine masificado de las grandes superproducciones. Si el surgimiento de la distopía ha marcado la literatura y las adaptaciones cinematográficas del siglo que precede al actual, la distopía posmoderna posee la soberanía desde que llegó el fin de la lucha de las ideologías (Fukuyama, 1993).
Como explica Martorell: Si cada utopía devalúa el presente desde el que se escribe comparándolo con las excelencias de una sociedad ideal que la niega, la distopía hace lo propio diseñando una sociedad letal a partir de él. La advertencia que emite esta polémica corriente de la ciencia ficción no puede ser más diáfana.
El infierno sobre la tierra descansará sobre tendencias indeseables de la actualidad llevadas hasta sus últimas consecuencias. (Martorell, 2012: 276)
López Kéller, Estrella (1991), «Distopia: Otro final de la utopía», Reis: Revista española de investigaciones sociológicas 55: 7-23.