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La cooperación internacional después de la II Guerra Mundial ha sido fuente de financiación para muchos gobiernos y herramienta manipuladora para muchos donantes. Y, desafortunadamente, botín burocrático para ONG, instituciones multilaterales y contratistas: el sueño dorado de cualquier funcionario del norte desarrollado, es devengar en Nueva York, gastar en Puerto Príncipe y ser atendido, por el anfitrión, como si fuera el Nuncio Apostólico en Malta.
También ha servido para enfrentar problemas comunes entre países, como es el caso del terrorismo, el crimen organizado, la migración, el medio ambiente y las drogas ilícitas. A nadie le cabe duda, por ejemplo, del beneficio que al profesionalismo y eficacia de nuestra fuerza pública trajo la cooperación de los EE.UU., Reino Unido, Israel y OTAN. Llegamos a tener una de las cuatro mejores fuerzas especiales del mundo; alcanzamos niveles de inteligencia de clase mundial; logramos sincronizar inteligencia y operaciones con precisión; tuvimos acceso a tecnología de punta; llegamos a ser exportadores de seguridad a la región y coordinadores de operaciones aéreas y marítimas contra el narcotráfico, la trata de personas, la migración masiva ilegal y el comercio de biodiversidad.
En erradicación de cultivos ilícitos, después del bache vergonzoso de 2013 a 2015, retomamos el ritmo con más de cincuenta y dos mil hectáreas destruidas en 2017, sesenta mil en 2018 y más de cien mil cada año en 2020 y en 2021 gracias a un acuerdo con EE.UU., incumplido por las administraciones Duque y Petro. Vino otra la parálisis en 22, 23 y en lo que va de este año, a pesar de que la cooperación para el programa sigue siendo más o menos la misma en dinero.
La pregunta sobre el Plan Colombia y las iniciativas posteriores en materia de cooperación de los Estados Unidos no es si lograron acabar con el tráfico y producción de drogas ilegales sino cuánto deterioro de nuestra seguridad y de nuestras instituciones impidieron. Para mí es claro que sin esa cooperación en verdad ya seríamos un estado fallido, en manos de cuatro carteles nacionales y dos internacionales, cundidos de bandas delincuenciales tipo Haití. En EE.UU., las muertes por adicción y los homicidios hubieran sido notoriamente mayores.
Por esa cooperación de los EE.UU., Colombia compite duramente en estos tiempos con la ayuda a Ucrania e Israel, de decenas de miles de millones de dólares; a Taiwán y Filipinas; al África en conflicto, como Eritrea o Sudán; a la tan exigida OTAN; a México, Haití y Centroamérica por los cientos de miles de migrantes y la droga.
El fentanilo ha desplazado a la cocaína en cuanto a producción, tráfico, consumo y afectaciones de salud, pues es la principal fuente de muertes por sobredosis. La prioridad en su persecución se ha movido en la misma dirección: ya no se habla de crisis de la cocaína, sino por ejemplo de la oxicodona y de mezclas con otras drogas para hacer cocteles letales y baratos. Este cambio, en un ambiente de cooperación competida, ya se empieza a reflejar en los montos futuros de la ayuda de EE.UU.: bajó diez por ciento en la aprobación del congreso en Washington y se mantuvo a la baja en el presupuesto del año entrante. El énfasis de EE.UU. será ahora sobre opioides y migrantes y Petro no parece enterarse. La ayuda la salvó el embajador Murillo con su exitosa diplomacia de minorías. Hay nueva luz en San Carlos. Pero no aparecen esos dos nuevos rubros en la cooperación.
La disminución tendrá serias consecuencias para nuestras FF.AA. en equipos, movilidad, erradicación, inteligencia y entrenamiento, que a su vez se reflejará en deterioro de la seguridad de los ciudadanos y en erosión de la confianza internacional en Colombia ya insinuada en EE.UU. con las condiciones impuestas por la reciente ley de ayuda.
El fallido Canciller Leiva la tildaba de “limosna”. Olvidó que los óbolos deben cuidarse cuando uno depende gravemente de ellos y los mendicantes son muchos.
*Exministro de Estado