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Desde la Roma antigua -que la plasmaba en sus monedas- hasta hoy, la imagen de la justicia, que inspira respeto y confianza, nos la muestra con los ojos vendados y llevando, en una mano la espada y en la otra una balanza que no se inclina.
Don Ángel Ossorio y Gallardo (1873-1946), un jurista español que se opuso siempre a los extremos, al autoritarismo y a la arbitrariedad, escribía en 1919: “La toga no es por sí sola ninguna calidad, y cuando no hay calidades verdaderas debajo de ella, se reduce a un disfraz irrisorio”. En su criterio, el Derecho “no se cimienta en la lucidez del ingenio, sino en la rectitud de la conciencia”.
Es verdad. Un juez, magistrado, fiscal o procurador -en el ámbito de su competencia-, debe razonar, obrar y decidir, exclusivamente, sobre la base de la rectitud. Dirigir su acción hacia la realización de la justicia, sin desvíos, sin curvas, sin esguinces, sin falsedades, sin estratagemas.
La justicia es uno de los valores primordiales de nuestro ordenamiento jurídico. Es igualmente un principio fundamental, y toda persona tiene derecho -también fundamental- a que, en su caso, se realice. Significa, según lo enseñaba Domicio Ulpiano en la Roma antigua, “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”. No más, no menos. Ni entregar algo a alguien, sin que le corresponda. Ni negarle lo que sí le corresponde.
El preámbulo de nuestra Constitución, que no es una aspiración sino un mandato con poder vinculante -como lo ha reiterado la jurisprudencia-, establece que los valores consagrados en ella se deben alcanzar “dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”.
Señala el artículo 228 de la Carta que la administración de Justicia es función pública; que “sus decisiones son independientes”; que las actuaciones serán públicas y permanentes con las excepciones que establezca la ley; que, en tales actuaciones prevalecerá el derecho sustancial; que los términos procesales se observarán con diligencia y que su incumplimiento será sancionado; que el funcionamiento de la justicia será desconcentrado y autónomo. Su artículo 229 contempla un derecho que la jurisprudencia ha tenido, con razón, por fundamental: “Se garantiza el derecho de toda persona para acceder a la administración de justicia”.
La institución de la Fiscalía, introducida en 1991, hace parte de la rama judicial del poder público y cumple una función trascendental, ante los tribunales. Aunque no son jueces, los fiscales concurren, en un desempeño esencial, hacia una justicia eficiente y oportuna.
Si Colombia es un Estado de Derecho, no puede ser que la justicia se aparte de tales postulados. Ni es aceptable ni permisible que jueces, magistrados o fiscales abandonen la respetabilidad que implica su sagrada función -cuyo objeto es únicamente realizar la justicia-, para asumir, en cambio -desde el cargo-, un papel de liderazgo o dirigencia partidista, de gobierno o de oposición. No les compete y, si lo hacen, causan un daño enorme al Derecho y a las instituciones.
Se espera que, en próximos días, la Corte Suprema de Justicia elija -entre tres excelentes juristas- a la nueva Fiscal General de la Nación, y que la elegida ejerza su cargo de manera imparcial, objetiva, pronta y eficaz.