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No ha sido muy afortunada la democracia colombiana, que ha visto en el ejercicio político décadas tras décadas, buena parte de sus frustraciones, su ignorancia y la falta de oportunidades, que se revive cada cuanto se realizan elecciones para la conformación de sus corporaciones públicas y se elige a sus gobernantes más influyentes.
Muy cerca ya las de ediles, concejales, diputados, alcaldes y gobernadores, nos obliga a pensar cómo los eventos electorales resultan una especie de engaño o farsa, en los que ocurren muchas cosas extrañas al comportamiento individual y social que rompen las formas éticas y morales, y en las que no se respetan la voluntad del sufragante, ni se le permite que su derecho al voto y la decisión de votar, signifiquen una manifestación individualizada, autónoma, razonada y libre de presiones.
La ley informa que el voto es un derecho y un deber, y que el Estado velará porque se ejerza sin ningún tipo de coacción. Una gama de conductas sancionables penalmente advierte la obligada protección que el Estado debe a sus conciudadanos, con la que potencialmente se distorsiona lo que en el lenguaje político se llama la “participación ciudadana”, entre las que se destacan: la corrupción al elector, el fraude y el constreñimiento electoral, el tráfico de votos, la retención y posesión de cédulas, etc. etc. Sin embargo, como el Estado ha incumplido secularmente sus obligaciones de garantizar la pureza y la eficiencia del sufragio, el votante tiene la idea de que dejarse corromper y aceptar la dádiva electoral, es benignamente castigado por la justicia, y que además, el candidato corruptor financia su campaña con dineros del Estado, fundamentalmente por estas dos situaciones, se ha instalado en nuestra democracia la cultura ciudadana de que es un buen negocio crear empresas electorales para comprar curules, obtener credenciales manchadas por el delito y alcanzar el poder, torciendo la voluntad del sufragante, y afectando los sanos principios democráticos.
Hoy los partidos políticos, movimientos, coaliciones o “grupos significativos de ciudadanos”, con minúsculas excepciones, no son más que organizaciones electorales con ánimo de lucro que utilizan el negocio electoral para prometer o entregar dineros, contratos, dádivas, licores, hayacas y tamales, con el propósito de obtener jugosos beneficios oficiales y privados. Estas organizaciones políticas -llámense empresas electorales- han perdido la confianza de las gentes porque ya no se hace proselitismo inteligente, tampoco hay ideas o planteamientos que conduzcan al ciudadano de manera espontánea y libre a depositar el voto de su preferencia, lo que se traduce en que buena parte de los mayores habilitados para sufragar, no lo hacen por un evidente desestimulo, o por castigo a estos procedimientos.
Es probable que muchos de los ediles, concejales, diputados, congresistas, actuantes y aspirantes, no sepan qué es un acuerdo, una ordenanza o una ley. También ignoran lo que significa el “bien común”, pero gozan del suficiente protagonismo -ahora intensificado por las redes sociales- para encontrar en el negocio de la politiquería, la vía directa para llegar a los presupuestos estatales, que son dineros de la sociedad entera, y así paralizar a Colombia.
Una nueva educación y cultura política deben elegir ciudadanos integralmente honestos, preparados para el servicio público, que sean aptos para romper la cadena de financiamiento contratación estatal-corrupción-tráfico de conciencias, con alto respeto por los dineros oficiales, y así la democracia sea más pura, y se acabe el tráfico contractual que nos agobia. De esta forma habrá una mejor democracia, distinguida en equidad y valores, sustentada por una mejor calidad de vida, con mejoramiento en los servicios públicos, en el empleo, salud, vivienda digna, seguridad y otros aspectos que conforman el bien común de la sociedad y que hoy, a decir verdad, la mayoría de los colombianos extrañamos.
*Abogado laboralista*Profesor universitario*Escritor.