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Si algo es indispensable para la civilizada convivencia en sociedad es la certidumbre entre sus miembros acerca de que se puede creer. No hablo de creencias religiosas. Me refiero a la posibilidad de pensar, obrar, actuar, servir, contratar, obligarse, participar, decidir, votar, opinar, desarrollar las distintas actividades propias de la vida humana en el seno de una comunidad, en el entendido de que se puede creer en los demás, particularmente en quienes, se supone, orientan a la sociedad en distintas materias o tienen a su cargo liderazgo, dirección, gestión, autoridad, responsabilidades y funciones públicas, es decir, todo aquello que interesa al conjunto.
Confianza, credibilidad, mutua sensación de verdad y buena fe. Sin esos elementos la convivencia, la vida social y el bien común son imposibles. No se pueden alcanzar. Necesitamos poder creer para poder vivir en sociedad.
Desde luego, la sociedad necesita reglas de juego, normas, preceptos, coercibilidad, previsión de aquellas conductas que la colectividad rechaza porque la perjudican o amenazan -los delitos, las infracciones, las faltas-, así como las pertinentes sanciones y formas de responsabilidad. Se requiere el Derecho para realizar la justicia, la equidad, la igualdad, la seguridad jurídica, la libertad y la paz. Para eso están la Constitución Política, las leyes, las decisiones administrativas, los procesos y las sentencias judiciales. Sin el Derecho tampoco es posible la convivencia.
Pero en esta ocasión no hago referencia al imperativo de la plena, permanente y generalizada observancia de las normas jurídicas como requisito para vivir en sociedad. Porque no siempre es suficiente la legalidad para garantizar una justa y correcta relación entre los seres humanos, ni para asegurar el buen destino del conglomerado, la dignidad y los derechos esenciales de las personas y familias. Porque, infortunadamente, es común ver que muchas veces se “cumplen” las normas, transitando hábilmente entre sus vericuetos, con gambetas y volteretas, o “interpretando” su sentido de la manera que más convenga al propio beneficio, y mediante ese “cumplimiento” se logran objetivos perversos, se estafa, se miente, se engaña, se despoja, se causa daño, se obtiene ganancia ilícita. No es extraño comprobar que en muchos casos se observa en apariencia la legalidad, pero se atropella el Derecho, que no es lo mismo. Se falta a la ética, aunque se “respetan” las reglas. Hay quienes levantan las manos, en señal de pedir que los esculquen porque no han infringido norma alguna, pero en realidad han actuado de mala fe, han aprovechado interpretaciones acomodaticias de las normas, han defraudado la confianza pública o privada y han transgredido los principios.
No necesito aludir a casos concretos para traer a colación ejemplos. Lo dejo a consideración de mis lectores. Hechos y revelaciones recientes nos muestran que se puede engañar a toda una sociedad, generar confusión, hacer que de buena fe nos equivoquemos en los juicios que emitimos. Que se puede manipular a la opinión mediante argucias y artilugios, aprovechando la tecnología y haciendo mal uso de ella para obtener resultados “legales”.
Hay episodios que nos llevan a dudar de todo. En esta sociedad necesitamos volver a creer.
*ExMagistrado