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El viceministro de Hacienda, Dr. Londoño, anunció que se necesita una reforma tributaria para «cuando termine la pandemia», y que con ella se deben recaudar dos puntos del PIB. Lo que corresponde aproximadamente a veinte billones de pesos. No se sabe por supuesto cuándo terminará la pandemia. Pero lo que sí se conoce es que, a nivel gubernamental, poco o nada se ha estudiado todavía sobre cuál será el contenido que deba tener dicha reforma.
Por eso resulta útil empezar a estudiar desde ahora, así sea a nivel académico, algunas ideas generales sobre los contenidos deseables que debe contener la reforma que se viene. Por lo menos para que estén sobre la mesa del debate público cuando la reforma empiece a tomar forma.
Algo que es evidente y que lo ha puesto de relieve la pandemia es que la nueva reforma tributaria que se adopte -cualquiera que ella sea- debe buscar unos perfiles de equidad y de progresividad mucho más definidos de los que tiene nuestra legislación tributaria. Los estragos causados por el coronavirus han descubierto con patetismo los déficits inmensos de equidad de que adolece nuestra sociedad en muchos sentidos. Y uno de ellos, por supuesto, es el tributario.
Dicho examen académico puede comenzar con el tema fundamental del IVA: el tributo más importante de nuestra legislación fiscal junto con el impuesto a la renta. De la manera como se reformulen estos dos tributos dependerá el éxito o el fracaso que tenga la próxima reforma tributaria. Y si ella se aproximará o no a los objetivos de progresividad y de equidad.
Hay que empezar por recordar que el IVA responde en la actualidad por el 42% de los recaudos de las rentas nacionales y representa aproximadamente el 5,8% del PIB. No es, pues, un tema menor.
Una primera decisión que habrá que tomar es si en el escenario de la pospandemia se justificará mantener una tarifa general del 19% del IVA como la que rige actualmente. O si se debe retornar a la tarifa del 16% que existió hasta la ley 1819 de 2016.Cuando superemos el coronavirus y cuando esté sobre el tapete, el debate sobre cómo reanimar la economía y estimular el consumo (no a través de efímeras inyecciones consumistas como las que brindan los tres días sin IVA) sino de manera permanente, la reducción de la tarifa general del IVA es una opción que sin duda debe considerarse.
El aumento de la tarifa general del 16% al 19% fue en su momento una decisión desafortunada. Pero más desacertada sería mantenerla indefinidamente. Un documento reciente de Planeación nacional («Estrategia para la implementación del mecanismo de compensación del impuesto a las ventas (IVA) a favor de la población más pobre y vulnerable», febrero de 2020), demostró que quienes resultaron más afectados negativamente con este aumento de la tarifa fueron los deciles inferiores de la población, es decir las personas menos favorecidas. Fue, pues, una medida regresiva.
Aunque se ha avanzado algo en corregir la dispersión tarifaria del IVA, ella sigue siendo muy alta. Esto favorece la evasión que contra lo que se buscó inicialmente cuando en 1985 el anterior impuesto a las ventas se transformó en impuesto al valor agregado durante el gobierno del presidente Betancur, los índices de evasión siguen siendo muy altos: cercanos al 40%
Las actividades exentas y excluidas siguen siendo frondosas y casuistas. Una labor de simplificación se impone. En no poca medida el impuesto es extremadamente regresivo y propenso a la evasión por virtud de estas listas de exentas y excluidas, que más que a criterios predeterminados son el resultado de las capas acumuladas de decisiones apresuradas en múltiples reformas tributarias que se han ido superponiendo unas a otras. De hecho, cuando se analizan las minoraciones más costosas del sistema fiscal colombiano aparecen en primerísimo lugar las que se conceden a través del IVA.
El IVA debe tender hacia la mayor universalidad posible. Esta sería la mejor cura contra la preocupante evasión que hoy alcanza. Sería preferible una ampliación como ya se ha ensayado en el pasado sin éxito de su base (incluidos géneros de primera necesidad con una tarifa baja del 2% o 3%), que el tosco mecanismo de devolución a ciertos estratos que hoy se está ensayando.
Capítulo aparte merece la experiencia de los días sin IVA. Ha sido un festival consumista con un costo fiscal muy alto y de utilidad discutible. El fisco termina beneficiando a los consumidores con alta capacidad de gasto que ciertamente no son los más pobres. O sea, los días sin IVA terminan acentuando, en vez de atenuar, el carácter regresivo propio del impuesto indirecto al valor agregado (IVA).
Todos estos temas valen la pena empezar a desbrozarlos desde ahora, para que cuando llegue el momento de iniciar la discusión de la próxima reforma tributaria estén digeridos. Y nos evitemos nuevas y costosas improvisaciones.
Posdata: La visita de López Obrador esta semana a Trump, llena de innecesarias zalamerías del primero para con el segundo, me ha hecho recordar la ofensiva estatua que preside la entrada al edificio de la OEA en Washington: la del presidente norteamericano TAFT, el mismo que le arrebató a Méjico la mitad de su territorio en el siglo XIX. Ahora que se están derribando estatuas por todas partes, la primera que habría que derribar en un gesto de dignidad es la de TAFT que, inexplicablemente Méjico y los demás países miembros de la organización, permiten que sea la primera visión que tengan los visitantes de la OEA.
*ExMinistro de Estado