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¿Qué tienen en común los estilos de personajes políticos como el presidente de los EE.UU. Donald Trump, el de Turquía Recep T Erdogan, el de Hungría Víktor Orban, el de Filipinas Rodrigo Duterte y el electo de Brasil Jair Bolsonaro? ¿cómo es posible que después de lo observado con en el estilo de gobierno y las formas de Trump y sus émulos, el pueblo brasilero haya elegido a Bolsonaro quien lo aventaja en el calibre de sus estridentes declaraciones? Estas y otras preguntas del mismo cariz se vienen haciendo distintos analistas de la política contemporánea alrededor del mundo.
Sin ir muy lejos, en su última columna en El Espectador titulada “El mundo de ayer” Francisco Gutiérrez se refiere al asunto escribiendo, entre otras frases: “…he venido insistiendo desde hace algún tiempo en que asistimos a la quiebra del orden liberal globalista…”. En esta dirección, el fenómeno en comento se podría abordar desde la perspectiva de un posible agotamiento del concepto de la “voluntad popular” expresado en los eventos electorales de la democracia liberal, pero no es realista y muchos menos viable desembocar en un cambio de este paradigma democrático: ¿tratar de armar una especie de aristocracia democrática moderna? ¿volver al voto censitario en concordancia con el volumen de propiedad privada o el nivel de educación? ¿limitar ostensiblemente los mecanismos de participación ciudadana? Cualquiera de estas medidas o similares nos llevarían a una parte del pasado ya superada.
La raíz del problema se puede encontrar más bien enfocando la mirada en el cansancio con una buena porción de las prácticas del liberalismo contemporáneo. Y para esto empecemos por tratar de responder el interrogante sobre lo común entre Trump y sus émulos.
Lo más común en los extremistas de derecha mencionados, es su populismo que plantea soluciones simplistas a los problemas más acuciantes de sus sociedades. Pero ¿por qué se les cree? Porque su populismo se refuerza con la marcada tendencia de ir contra lo “políticamente correcto”. Todas o casi todas sus declaraciones marcan un contraste radical con esa costumbre proveniente del liberalismo moral, de no llamar las cosas por su nombre por el temor a herir susceptibilidades y perder votos. Parece ser que el relativo éxito que han tenido entre las mayorías que los siguen (a los extremistas de derecha), se debe en buena parte al cansancio, hasta llegar al hastío, con la mentira edulcorada o mejor, con la hipocresía cargada de eufemismos, que perciben en casi todas las declaraciones identificadas como “políticamente correctas”. Y claro está, aparecen unos señores con ciertas habilidades comunicativas que no utilizan eufemismos, sino un lenguaje crudo y hasta soez, y los perciben como francos: pensarán algo así como ¡por fin alguien que llama a las cosas por su nombre y le “canta la tabla” a los políticos tradicionales!
Es que muchos liberales contemporáneos, en diferentes latitudes, confundieron lo “políticamente correcto” con la virtud de la prudencia política o gubernativa. Aquella que, en una de sus expresiones, le permite a quien la practica saber qué decir, cuándo decirlo, donde decirlo, y cómo decirlo, sin sacrificar ni la realidad ni la verdad, que al fin y al cabo son convergentes.
*Asesor de Seguridad* Consultor