Noticias de Santa Marta, el Magdalena, y el mundo!
El pasado 17 de julio se cumplieron cien años del terrible asesinato colectivo del zar Nicolás II, de la zarina Alejandra y sus cinco hijos: Olga, Tatiana, María, Anastasia y Aleksei, el príncipe heredero, en Ekaterimburgo a donde habían sido enviados para ser recluidos en la casa Ipatiev bajo la custodia de los bolcheviques. Episodio macabro que ha llenado de vergüenza al pueblo del antiguo imperio ruso, por lo que los representantes de la iglesia ortodoxa decidieron canonizar creyendo que ese sentimiento de expiación traería la paz y la reconciliación. Confieso que cada vez que leo y releo en las páginas de la historia la forma despiadada como fue ejecutada la familia imperial Románov, me estremezco de horror por la inutilidad del absurdo procedimiento perpetrado por orden del Presídium del Soviet Regional y de los Urales la noche tenebrosa del 17 de julio de 1918, cuando el zar ya había abdicado al trono y este había hecho lo mismo en nombre de su heredero.
La masacre de la familia real rusa fue ejecutada con la tolerancia del régimen que dirigía Lenin por el presunto temor de que el “ejército blanco”, con la ayuda de los parientes europeos del zar y de lo que se conocía como la legión Checoeslovaca en el marco de la guerra civil que se vivía en Rusia.
Este hecho oprobioso constituye uno de los capítulos más oscuros de la historia universal de la infamia y de la revolución bolchevique que nos hace pensar en la falta total de contenido ético de aquella frase sentenciosa de que “la violencia es partera de la historia”.